jueves, 15 de abril de 2010

Discurso al Dramaturgo

Querido Dramaturgo:
Compañero de exiguas certezas, ambiguas intuiciones, crecientes desasosiegos y contradicciones permanentes, solidarizo con tu precaria condición de bígamo del computador y el escenario, siendo infiel a ambos, perdedor siempre de esa lucha imposible entre el lenguaje y el espacio.
Amigo, te hablo desde mis cicatrices, alguna de las cuales aún están abiertas, porque nunca se sale indemne de las incursiones en el Teatro. Para ti estas reflexiones, que a pesar de la ironía o el sarcasmo, nacen del amor compartido por un oficio tan imposible
como fascinante.
El dramaturgo es un apóstata de la literatura y eso tiene siempre un costo y un castigo.
Defiente textos imposibles
que produce asfixia en los actores
colapsando el montaje
con el trombo mortal de la verbalización innecesaria.
Durante mucho tiempo él ha tratado
de ser fiel a los dos bandos: la literatura
y los signos en el aire. Y como consecuencia
ha sido traidor a las dos patrias.
Expulsado de ambos territorios,
dando excusas a todos, suplicando
ser admitido en el Club exclusivo
del poético Parnaso literario
y, al mismo tiempo, por si acaso,
entrar de puntillas
en la cofradía de los faranduleros,
en el espacio frenopático y anárquico
donde se cuecen las habas del Teatro.
En esta doble opción se le va el tiempo
sin saber si la llave de las emociones
está en su verbo o en los cuerpos
o tal vez en el seso o en el sexo,
en la verdad de la sangre
o en la mentira de la tinta,
en el espacio cerrado de su cráneo
o en la fiesta lúdica y sensual
de actores juglares y poetas,
desnudos de pudor y de gramatica.
Sabe que puede quemarse
en el fuego efímero del juego colectivo
por eso intenta encerrarse
en su habitáculo donde se encuentran
sus fantasmas íntimos
que le susurran al oído las palabras
y entrega por debajo de la puerta
sus geniales páginas herméticas.
Luego se arrepiente de tales desatinos
y sueña con otras utopías:
vivir y fornicar entre los focos
donde puede respirar a bocanadas
el denso aire trabajado
de actores, actrices y tramoyas
y morir allí entre bastidores
como un perro Moliére con ictericia.
Ser o no ser participante de la fiesta.
Ser o no ser bacante y corifeo,
dionisíaco comulgante del misterio.
Sero no ser un cómico ambulante
desbordado por la belleza del exceso.
Jugar es jugarse rl todo por el todo,
el otodo por la nada. Jugar es descubrir
a un niño disfrazado, rebelde y mal hablado
que inventa el universo. Jugar es transgredir
los mandamientos d ela sacristía,
cuestionar al Inquisidor que nos llenó de acertijos
de reglamentos y doctrinas. Jugar es convertir
la plegaria en sonrisa, es romper los espejos
huyendo con Alicia del País de las Pesadillas.
Sin olvidar que por jugar fueron juzgados
perseguidos
torturados
marginados
e ignorados:
Bufones
comediantes
y goliardos;
cátaros y
malabaristas;
feriantes,
payasos,
transformistas,
cómicos itinerantes,
ladrones de gallinas,
terror de los canónigos
y de los poderosos.
Todos estos juglares
fueron enterrados a diez leguas
de cualquier camposanto.
Escribir para ellos fue tatuarse
con risa y dolor
el esqueleto
sin importarles un comino
la moral al uso
ni tampoco el alfabeto.
Vivir como funámbulos
en la cuerda floja
de las utopías,
burlándose de los curiosos
que esperan la caída del payaso
para rezar los responsos
y enterrar al payaso.
¡Benditos sean los oficales obscenos
de la liturgia sagrada del Teatro
donde el hombre ofrece a los catecúmenos
su cuerpo desnudo en carne viva!
¿Y el dramaturgo donde se ha metido?
Convidado de piedra
se siente intruso
en el banquete pánico
sin atreverse a entrar
mira por el rabillo del ojo
la gran fiesta del Teatro.
Tiene su trasero dividido:
una nalga en su escritorio,
la otra en el escenario.
Cuando tiene que trabajar
con los actores se siente avasallado,
traicionado, injustamente incomprendido.
Pone cara de cordero degollado
o monta en una cólera mesiánica,
con pataleta histriónica incluída.
Muy digno, da un portazo, declarando
que el Teatro ha muerto, asesinado,
y que él es victima de la misma puñalada
dada la mansalva con alevosía
por los directores mal nacidos,
los críticos de pluma envenenada
y los dispensadores de fondos competidos.
¡Qué transe más difícil
pasar de la palabra escrita,
tan ordenada ella, tan modosa,
tan limpia y gramatical, tan propodéutica,
tan aséptica, controlada y alfabética,
a la palabra hablada, respirada,
tosida con flemas y agonías,
esa palabra, a veces, tan furcienta,
perdida en una amnesia repentina
o hecha puré en la dicción engolada
de un triste actor de pacotilla!
Y, además, como una pesadilla,
esa palabra tan trabajada, tan poética,
la emite un intérprete inseguro
que gargajea y ventosea
con lengua traposa unas erratas
que dan escalofríos a la Academia
y a otros Santones de la Verborrea.
Dramaturgo querido,
patético amanuense de los diálogos
pareces siempre tan errático, innecesario y prescindible,
pero sin tí nos faltaría todos
una expresión de lo humano,
una visión del mundo, una poética,
una imagen del hombre, que a pesar de sus yerros
resultará profética algún día.
Este blablablante, escribidor, graffitero,
es, sin embargo, el celebrante
de una eucaristía profana y libertaria:
"Comed y bebed de mi palabra.
Este es mi Cuerpo,
el cuerpo del delito
el cuerpo del delirio."
"El Verbo del Teatro
se hizo letra y carne
y habitó entre nosotros."

Dramaturgo amigo, compartamos
el instante mágico de la palabra,
porque de nuestro tartamudeo brota
un temblor de vida que es reflejo
de lo más hondo de la condición humana.
Te abraza conmovido
un sobreviviente
un aprendiz
un testigo de tanta maravilla.
JORGE DÍAZ.