lunes, 5 de septiembre de 2011

La aceitosa agua del río reflejaba el cielo enrojecido, el sol se hundió
sobre los picos finales de la ciudad, no hay peces en ese
arroyo, no hay ermitaño en esos montes, tan sólo nosotros
mismos con ojos legañosos y resaca como viejos vagabundos
en la ribera del río, cansados y taimados.

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