lunes, 1 de junio de 2009

Ropa Sucia - Pía Barros

ROPA USADA III

Ella es fea desde el primer instante, desde el primer recuerdo. Encogida, casi oculta, entra a la tienda; hace demasiado frío y necesita algo con qué abrigarse, con qué ocultarse de esas ráfagas de conciencia de sí misma que la acusan en cada vidriera. Y los abrigos están allí, en fila, suaves, llamativos, clásicos: todo un despliegue de belleza hecho tela en diferentes décadas. Entristecida, comprueba una vez más, con el dolor de un latigazo, que nada en este mundo está hecho para ella. Los lugares comunes desfilan uno tras otro, "Córrete fea" "Engendro" "aunque la mona se vista de seda"... los escucha sin oír, desgarrada. La dependienta se lima las uñas, estira los dedos, la deja rebuscar. Compadecida, indica con la uña del índice un lugar al fondo de la tienda. Allí se apilan las sobras de las sobras. Camina como siempre, casi oculta hasta de sí misma y entonces lo descubre: es el abrigo más feo que exista sobre el planeta. Lo acaricia, lo arrulla compasiva, se envuelve en él. Radiante, estira el billete a la dependienta que deja la lima para recibirlo.. El cruce de los lenguajes mudos y el milagro: a plena luz de la mañana, se ha producido la belleza. La dependienta sabe que la belleza es algo impensado.



ROPA USADA IV

(A Pedro Lemebel)

Han entrado a la tienda con unos minutos de diferencia. Si hubiesen cruzado la misma esquina entre los millones de rostros de la ciudad, habría sido a mucho tiempo de distancia. Si fuera por las estadísticas, jamás se hubieran encontrado. La piel morena, la palidez hasta la transparencia. De un lado, el dedo blanquecino, casi lunar, atraído por la chaqueta que tiene un orificio de bala justo frente al corazón. Del otro lado, el dedo oscuro, prieto, acaricia la misma prenda y adivina el chiporro y ese lamento entibiador de la muerte. Los dedos se llaman en susurros silenciosos, se alcanza, se tocan, se quedan quietos, ambos, en el roce, el pálido lunar y el oscuro prieto. Los dedos llevan a la mirada también a tocarse y la claridad azul se sumerge en el castaño casi negro. Sin aviso, sin palabras, los dedos sin despegarse del roce van hasta los probadores. La dependienta lima sus uñas pensando que el deseo es un verbo tan extraño. Más tarde, irá a cubrir la desnudez de los muchachos con la capa del quinto probador, y sonreirá sigilosa al ver las paredes llenas de susurros sin palabras. Y cuando sea ya la hora del cierre, les dirá que se levanten, que echen a andar.



ROPA USADA V

Camina un poco aturdido ante lo excesivo de la oferta. El muchacho es tímido, algo lento en las decisiones. Le marea la variedad de colores y formas, los ganchos atestados, lo sobrio junto a la vulgaridad. "esto es el nuevo milenio", piensa con aires de intelectual y sonríe ante lo pedante de su pensamiento, aunque es joven y puede permitirse ese lujo. Se prueba la chaqueta gris, observando cómo parece adecuarse a su cuerpo. Juraría que hace unos instantes, era más grande. Los hombros se aprietan, ofreciendo un calce perfecto. No sabe por qué, pero camina decidido hasta el tercer gancho y coge sin ver los pantalones haciendo juego. Va hasta el probador, se pone los pantalones y sale certero hasta el cuarto pasillo, donde el suéter parece llamarle a gritos. De ahí, pasa raudo junto a la dependienta y en el cajón atestado, mete la mano a la que se adhiere una corbata de tonos oscuros. Algo en el fondo del cerebro le avisa que no puede pagarlo, pero, con las ropas que traía, va hasta la caja. La muchacha lo mira con una tristeza infinita en las pupilas. El muchacho es ahora arrogante, severo, duro como una piedra de cascada. Por un instante parece dudar y ella asoma una cierta y vaga esperanza a la mirada. Pero no, vuelve a pararse imperioso ante ella. "Busque en el bolsillo interior de la chaqueta"- susurra ella, conocedora. El hombre ahora, mete la mano y saca una chequera atiborrada. Extiende los billetes y sin mirarla ni despedirse, sale a la calle. Una mujer al verlo, se echa a llorar. El hombre camina, prepotente, por la vereda. "Tú, tú golpeaste a mi hijo hasta morir", susurra otra, a su paso. El hombre sigue. La ciudad le pertenece. Es que los trajes de los torturadores nos calzan bien a todos, piensa la vendedora limándose las uñas, derrotada.


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