domingo, 15 de agosto de 2010

“EL ASCENSOR”

Escena 1. Exterior. Calle Balmaceda. Día.

Santiago, ciudad capital. Los monótonos edificios resaltan el gris de la tarde otoñal y el viento arremolinado sacude los ya casi desnudos brazos de la escasa arboladura urbana. Es la hora del almuerzo y trabajadores y estudiantes escapan de sus sitiales apresuradamente. Por la calle, cruzando entre los autos, un joven (Pedro) se acerca al edificio.

 

Escena 2. Interior. Entrada del edificio. Día.

Pedro sube hacia el pórtico. Allí otros dos jóvenes lo esperan.

NICOLÁS: Tss, hasta que llegaste, ¿lo trajiste, cierto?

PEDRO: Aquí está.

Y Pedro muestra un bulto que lleva en su mano.

NICOLÁS: Dale, nos quedan cinco minutos de colación.

 

Escena 3. Interior. Ascensor. Día.

Se acercan al ascensor y aprietan el botón. Pedro y Nicolás se muestran alegremente ansiosos; Jorge, el tercero, está serio, como indiferente. Llega el ascensor, está vacío y ellos celebran. Al entrar, marcan un piso cualquiera y comienzan a preparar la merienda. Pedro se sienta en el suelo y allí abre el paquete que lleva. Se trata de un apetecible pie de limón.

JORGE: Ya, páralo.

Nicolás acciona la parada de emergencia del ascensor y ya se aprestan a comer, todos acomodados sobre el suelo. Dividen el pie y Jorge saca una botella de leche con chocolate de entre su chaqueta.

JORGE: Para acompañar.

Empieza la comilona.

NICOLÁS: Uh, te quedó exquisito.

PEDRO: En realidad lo hizo mi mamá, yo sólo le puse el toque (ríen).

Prueban la leche, sorprendiéndose por su sabor.

NICOLÁS: Oh, poderosa...

PEDRO: Mmm… sublime.

El tiempo pasa raudo, como extraviado en una dimensión paralela, y ahora, devoran los últimos rastrojos del banquete en desorden y riéndose estrepitosamente, fuera de si, como borrachos.

NICOLÁS: Ya cabros, el postre.

Nicolás muestra una bolsita transparente con dulces de sustancia en su interior y reparte el contenido a sus amigos. Pedro comienza a probarlas.

PEDRO: Oye, son de las buenas.

JORGE: Sí, impecables.

El ascensor reanuda el movimiento, haciéndolos ponerse de pie con gran dificultad y torpeza, ayudándose entre si mientras balbucean e intentan tragar rápidamente. Su estado resulta patético.

NICOLÁS: Estuvo muy buena hoy día, cabros. Faltaron las minitas nomás.

Se abre el ascensor. Afuera, dos atractivas mujeres esperan.

JORGE: ¡Aja! ¿Qué piso marcaste? Parece que llegamos muy arriba.

Descienden y flirtean con las féminas mostrando una gran picardía y soltura desinhibida, dirigiendo su atención exclusivamente a las voluptuosidades que generosamente ellas exhiben.

Hasta que el ascensor se cierra. Dentro quedan las dos mujeres que no se conocen entre si. La que se ubica delante posee un cuerpo escultural y está un tanto incómoda por haber sido el foco central de aquel bochorno, mientras que la de atrás se muestra entretenida con lo que acaba de ocurrir. Ella comienza la conversación.

JULIA: Hola… ¿Estás bien? Te noto media nerviosa.

CLAUDIA: Sí… es que no me gusta esa gentuza.

JULIA: ¿Cómo no te gustan, por qué? Si son hombres poh. Y tú eres bonita, te tienen que mirar.

Julia lanza una pícara mirada por detrás a Claudia, de arriba a abajo, mientras sonríe concupiscente. Ésta no voltea para hablarle, sino que sólo desvía la mirada en su dirección eventualmente.

CLAUDIA: Esos no son hombres, son gusanos.

Julia inexplicablemente asume con una actitud placentera las respuestas de Claudia, y comienza una serie de ligeros movimientos especulativos con su cuerpo.

JULIA: Ah, sí. ¿Y cómo es un hombre realmente?

CLAUDIA: Tú dices un verdadero hombre... bueno, el que tenga la suficiente sensibilidad para apreciar la suprema belleza divina de la mujer, y que la dignifique y la ame por sobre todas las cosas. Como los poetas, ves. Ellos la alaban con la palabra. Cada hombre debe encontrar su propia forma de divinizar a la mujer, no como esos pelotudos que sólo la humillan.

Mientras la conversación se va llevando, Julia demuestra con su rostro cada vez más placer a tal punto de serle dificultoso el hablar.

JULIA: Ajá… una teoría muy interesante, ¿la desarrollaste tú?

CLAUDIA: No la he desarrollado yo porque no es una teoría, sino una verdad. Solamente la llevo a la práctica de la forma que me corresponde.

JULIA: ¿Qué quieres decir? ¿Qué debieras hacer tú como mujer?

CLAUDIA: Ay, no me des tanto crédito (ríe), como mujer aún nada. Por ahora sólo puedo asemejarme a ella, pero voy rápido, mañana mismo me saco éste (sujeta sus genitales con fuerza). Ésta es mi forma de consagrarme a la mujer.

Julia ha detenido sus movimientos quedando estupefacta por la revelación. El ascensor se abre. La atractiva Claudia baja.

CLAUDIA: Adiós, querida, piensa en lo que hablamos.

JULIA: Chao.

Julia abrocha rápidamente su pantalón y lanza un suspiro de alivio mientras posa las manos sobre sus senos y genitales.

Ahora, se acercan un señor mayor encargado del aseo con sus implementos y un joven con audífonos que mueve su cabeza al ritmo de la música que oye. Sus ojos están cerrados. Suben al ascensor aún ocupado por Julia. Las puertas se cierran. El olor que expele el barrendero parece molestar a la mujer, quien expresa el rechazo cubriendo su nariz con un pañuelo. Al rato, el señor, que no ha visto la actitud de Julia, también percibe un olor desagradable, busca el foco de origen en el aire, ve a Julia y la señala como culpable del hedor, tapa su nariz con una mano y enfadado intenta airear el ambiente con la otra. El joven de los audífonos está en un rincón con la misma actitud y sin hacerse partícipe de la situación, que se torna cada vez más peligrosa para el barrendero, que mediante aleteos e imprecaciones gestuales hace notar a Julia que apenas y puede respirar e intenta inútilmente abrir las puertas del ascensor mediante los botones del tablero. La mujer está desesperada al no entender qué pasa y se siente apabullada por los constantes reclamos en su contra. El hombre golpea las puertas y ya cerca de desfallecer siente el alivio, pues se han abierto. Baja con dificultad pero lo más rápidamente posible, mirándola con desprecio. Ella queda en el ascensor sintiéndose humillada.

El joven a su lado ha permanecido inconmoviblemente con sus ojos cerrados. Las puertas se juntan y él progresivamente va aumentando sus movimientos corporales al ritmo de la música a tal punto que Julia comienza a asustarse. Hace como que toca una batería o una guitarra, le da golpes con los pies al suelo y a las paredes y a veces salta. Julia ya no soporta más, aprieta los botones del tablero infructuosamente y por último intenta tomarlo para que reaccione y evite una agresión física involuntaria hacia ella. Cuando al fin logra hacerlo, él se detiene, voltea la cabeza y abre sus ojos mirándola fijamente. Ella da un grito de espanto al ver sus párpados abiertos. El ascensor se detiene, Julia desciende corriendo y él lo hace calmo, con la misma actitud inicial, siguiendo un ritmo tranquilo con los ojos cerrados.

Esta salida la presencia Carlos, atareado oficinista que quiere subir al ascensor. Su caminar es tenso y su mirada acechante. Cuando las puertas se cierran, se relaja y comienza la plática.

CARLOS: Por fin, sólo quería conversar contigo, yo sé que tú eres el único que me entiende. Ellos hablan, como si yo tuviera tiempo para escucharlos. ¡No puedo! Hoy día mismo quería ir al baño treinta segundos pero apenas y me paraba ya estaba mi jefe con más carpetas que archivar."Señor Ramírez, de la 457 a la K18 cárguelas a B9 y llévelas a Central 3..."... Sólo pedía treinta segundos. Me tiene enfermo ese maldito… A propósito, perdona (comienza a orinar en un rincón). El asqueroso no me dio ni treinta segundos... Pero no importa, ya me tendrán que valorar. Tú mismo me has dicho que soy irremplazable, que sin mí se hunden. Pero ellos no se dan cuenta porque están ciegos. Yo lo haré notar. Ni treinta segundos... Se creen eternos... los muy putos (se abrocha y mira su reloj). Ya. Es la hora.

De su bolsillo saca un frasco con pastillas y toma dos. Se retuerce por la medicina. La tensión va subiendo desde sus manos a los brazos, los hombros, el cuello, el rostro que se alza al cielo en un grito ahogado hasta que por sus ojos muy abiertos brotan dos lágrimas. Las puertas se abren.

CARLOS: Gracias por escucharme… (yéndose) Ni treinta segundos…

Por distintos flancos dos señoras abordan el ascensor. Una viene acompañada de una niña pequeña; la otra, de un niño un tanto mayor. Entran esquivando la orina en el suelo.

MAMÁ DE LA NIÑA: Cuidado hija con esa posa. Mire, señora, orinaron aquí.

MAMÁ DEL NIÑO: No me diga. Ah, pero debe haber sido un perro, no hay que pisarla nomás. No nos vamos a bajar, pues, si no hay más ascensores.

MAMÁ DE LA NIÑA: Tiene usted razón, ya, vamos. ¿A qué piso va?

MAMÁ DEL NIÑO: Al primero, voy bajando.

MAMÁ DE LA NIÑA: Ah, qué bueno, yo también. A ver... esto se aprieta aquí, sí, aquí, ya. Oh, esta cosa no funciona, mire.

MAMÁ DEL NIÑO: A ver, no, si usted aprieta éste y después éste... ah no... ¡Ah! Ya... a ver... éste y éste. Mmm, yo creo que el que lo meó lo echó a perder. Ah no, sí, no, ¡sí!, ahí está, funcionó (el ascensor inicia la marcha). Ah, esta cacharra está buena para chatarra ya, ¿no?

El niño escucha con cierto desprecio toda la conversación, sensación similar a la que siente por la orina en el rincón y que manifiesta con su cuerpo. La niña oye todo con una tímida vergüenza, como sintiéndose algo culpable por la situación.

MAMÁ DE LA NIÑA: Oh, sí. Yo llevo años andando en este mismo ascensor y desde que lo conozco es viejo y está descompuesto. He sabido que lo han intentado reparar muchas veces y que lo dan por bueno, como nuevo dicen, pero al ratito ya empieza a fallar otra vez. Yo creo que esta cuestión no tiene arreglo ya.

MAMÁ DEL NIÑO: Sí, es cierto, como que habría que cambiarlo por otro nuevo nomás, pero se demorarían tanto en remplazarlo. Desinstalar éste, instalar el otro, probarlo y nosotros no tenemos tiempo, necesitamos el ascensor, tenemos que subir, ¿cierto?

MAMÁ DE LA NIÑA: Claro, pues. Y además que cambiarlo sería tan caro y necesitaría tanto trabajo y dedicación. No, yo creo que es cosa de acostumbrarse nomás, de darle tiempo, si total llevamos tanto con él que qué perdemos esperando un poquito más (el ascensor se detiene bruscamente). Ah, ¿qué pasó? Pucha, llegamos, ya, bueno.

MAMÁ DEL NIÑO: ¿Y las puertas? ¿Por qué no se abren? Mire, se trancaron.

MAMÁ DE LA NIÑA: A ver, déjeme probar, no, no abren. Ah, el otro día pasó esto mismo. Saltamos y se abrió, ¿saltemos?

MAMÁ DEL NIÑO: Ya, a ver niños. Saltemos. Ya, todos juntos, uno, dos, tres (los niños no saltan).

MAMÁ DE LA NIÑA: ¡Bien!, se abrió.

Mientras bajan, siguen hablando.

MAMÁ DEL NIÑO: Oye, ¿y cómo supieron que saltando se abrían las puertas?

Las señoras se van. Los niños no las han seguido. Permanecen allí, fuera del ascensor.

MAMÁ DE LA NIÑA: No, fue accidental. Es que mi marido estaba furioso, y cuando él se enoja a veces salta y entonces...

Las voces se pierden a lo lejos. En el pasillo los dos niños se miran. Él extiende su mano hacia ella, que voltea para ver por última vez las siluetas de quienes se alejan. Lentamente coge la mano fraterna con un dejo de inseguridad. El niño ahora le sonríe y ella actúa con reciprocidad. Ya juntos, comienzan a subir por las escaleras.

FIN

Philip Urria

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